Desde los primeros d�as del asedio se organiz� un remedo de hospital con el material de enfermer�a de la Academia y procurando un espacio que albergara el mayor n�mero posible de catres para heridos y enfermos. La enfermer�a que lograron equipar carec�a de instrumentos espec�ficos, principalmente del sector quir�rgico.

Durante los bombardeos, se instal� en el vest�bulo de la puerta de Capuchinos, al ser este lugar el menos expuesto a los efectos del fuego enemigo. Sin embargo, el humo de las explosiones y el polvo que produc�an los derrumbamientos constitu�an un verdadero peligro para la necesaria higiene, sobre todo, en las intervenciones quir�rgicas.

A estas circunstancias se podr�a a�adir la suciedad en la que se encontraban los heridos dada su situaci�n, lo que hace pensar que tuvo que ver la divina providencia en el hecho de que no se diera entre los cientos de personas curadas y operadas ning�n caso de infecci�n y, sin embargo, se realizaron amputaciones y numerosas intervenciones sin los medios adecuados.

En la habitaci�n de la izquierda se instal� la sala de operaciones, el subsuelo se utiliz� como c�mara mortuoria y en el lado opuesto se habilit� para la cocina de los heridos y enfermos.

Cuando la destrucci�n de la fortaleza amenaz� la integridad de la enfermer�a, hubo que trasladarla al s�tano noroeste, m�s seguro pero con los mismos inconvenientes de polvo, humo e incluso expuesto a los efectos de los disparos de la fusiler�a de los sitiadores que, en dos ocasiones, hirieron a un enfermo.

El jefe del servicio era el comandante Manuel Pelayo y contaba con los capitanes de Sanidad Militar Pelayo Lozano y David Ortega, teniendo como ayudante a Pedro P�rez. Ninguno de ellos era cirujano.

Dignas de menci�n son las cinco Hermanas de la Caridad, cuya colaboraci�n en la enfermer�a fue imprescindible. La superiora Sor Josefa Bachel, cuya actuaci�n fue de un trabajo sin descanso, como Sor Toribia Navarro, la m�s anciana; las enfermeras encargadas del departamento de cirug�a Sor In�s Verda�er, responsable del instrumental y Sor Clotilde Gobas y Sor Emilia Rodr�guez, encargada de la cocina.

Las p�simas condiciones de alimentaci�n produjeron numerosos casos de problemas g�stricos y para no obstaculizar el trabajo principal de los m�dicos en su dedicaci�n a los heridos, se estableci� para estos enfermos un horario de visitas entre las 10:00 y las 11:00 por las ma�anas y las 16:00 y 17:00 por las tardes. Andr�s Mar�n confeccion� un remedio para esta afecci�n intestinal de nitrato de bismuto que result� absolutamente eficaz.

La responsabilidad de la cirug�a recay� sobre el doctor Pelayo Lozano, especialista en enfermedades de la piel. El mismo narr� de esta forma su cometido profesional a la luz de aquellos candeleros de sebo:

“La primera vez que tuve que operar, me hice la se�al de la cruz con el bistur�. Creo que me temblaba la mano. Amput� todo lo que fue necesario y con �xito inesperado: cinco piernas y cuatro brazos, sin contar las innumerables curas, rectificaciones y escayolas de todo tipo. Con gran sorpresa m�a y satisfacci�n, puedo afirmar que todo sali� bien”.

La enfermer�a recib�a una media de 18 heridos graves diarios que se duplic� en los �ltimos d�as, precisamente cuando m�s escaseaba el material sanitario. En cuanto los heridos mejoraban ligeramente, dejaban su sitio a otros recientes m�s necesitados de cuidados.